LOS MILAGROS DEL REMORDIMIENTO
En Una antigua familia sueca, nacida en un pequeño pueblo llamado Nobbelov, tenía como gran pasión la ciencia y la química. Y aquellas tendencias fueron pasando de padre a hijo durante varias generaciones.
Uno de aquellos integrantes ya había tomado como apellido el nombre de aquel pueblo, y el “Nobelov” de su pueblo lo había convertido en “Nobel”, para distinguir a su familia.
Aquel hombre, experto en armas, en el siglo XIX viajó a San Petersburgo, en Rusia, para montar una fábrica de productos bélicos. Y allí, uno de sus niños tuvo los primeros estudios.
Ese niño llamado Alfredo, terminaría por inmortalizar su apellido y el mundo lo conocería como Alfredo Nobel.
Nobel, el inventor de la dinamita tuvo una vida no exenta de complicaciones.
Cuando estaba experimentando sobre la dinamita, la fábrica explotó y mató a cuatro hombres, entre ellos a su propio hermano.
Suecia, entonces, prohibió que en su territorio se hicieran más experimentos de esa naturaleza y Nobel tuvo que montar su fábrica en un barco, en alta mar.
Después, cuando tuvo éxito y pudo controlar el explosivo a voluntad, las grandes potencias del mundo le ofrecieron su territorio y facilidades para montar allí la producción de dinamita.
La dinamita, el más poderoso explosivo de la época, significó un gran avance en la ingeniería y las obras públicas. Pero también en la guerra y la destrucción.
Y Nobel se hizo multimillonario, pero nunca lo abandonó el sentimiento de culpa al descubrir que su invento era utilizado para causar muerte y dolor.
Nobel decidió, entonces, donar su fortuna para reconocer a los hombres y mujeres destacados por su trabajo a favor de la humanidad en física, química, economía, literatura, paz y medicina.
Y la lectura de su testamento fue un día como hoy, 27 de noviembre de 1894.
Desde entonces, los humanos confirmamos que, en medio de las noches oscuras, y a pesar del dolor, también existe la luz y la esperanza
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